Los Unicornios

miércoles, 26 de noviembre de 2008



Ángela pintaba unicornios. Nunca se planteó porque unicornios y no gatos o perros. Sencillamente le gustaba como se veían los unicornios desde el papel. 

Pintaba unicornios desde el día en que su madrina le regaló una caja de lápices de colores. No una de esas enormes, una sencillita. Perfecta para empezar, pensaba Ángela. 

Una mañana  se quedó sola en casa y corrió al despacho de su padre a por un papel en blanco. Lo puso sobre la mesa de la cocina, sacó sus lápices nuevos y comenzó a dibujar. Dibujó flores, gatos, perros y niños. Pero todos parecían tristes, y Ángela se puso triste al mirarlos. Se tumbó en el suelo de la cocina con sus dibujos, los miró y los remiró. Y cuando se cansó de mirarlos les preguntó porqué estaban tristes. No contestaron, pero Ángela se dio cuenta de que estaban tristes porque ella los había dibujado sin ganas. Guardó ese folio en su armario y cogió otro. Y dibujo un unicornio. Y el unicornio la miró. Y sonrió.

Y Ángela llenó su cuarto de dibujos de unicornios. Grandes, pequeños, azules, blancos, de pelo liso y ondulado. Y todos estaban contentos.

Hasta que un día la madre de Ángela entró, la cogió en brazos y la sentó a su lado en la cama. Le preguntó porque solo dibujaba unicornios.

-Ángela, los unicornios no existen.

-Ahora sí mamá.-Y le señalo todos los dibujos de sus paredes.-Y están felices de que los dibuje.

-Son dibujos Ángela. No existen y no pueden estar felices.

Y le recogió todos sus unicornios de papel, los guardó en una carpeta y dejó la carpeta encima de un armario. 

Le dio un folio y con una sonrisa le dijo que dibujase un gato. Pero el gato estaba triste, y Ángela también, porque echaba de menos a sus unicornios.

Ahora Ángela ya no pinta unicornios, pero encima del armario los unicornios lloran, porque Ángela se olvidó de ellos.


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Los Unicornios by Elena Domínguez Robles is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.



La Ciudad

 


Notó el viento en la cara. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Desde ahí la ciudad podría ser hasta preciosa. Sus altos edificios iluminados en blanco, azul... algún tono anaranjado y el negro por encima de todo. Las luces encendidas formaban un bonito diseño. 

Sacó un cigarrillo del pantalón, lo encendió con cuidado y dio una profunda calada. El humo que salía por su boca le nubló la mirada durante unos segundos pero rápidamente volvió a aparecer la ciudad ante sus ojos. Se agachó, manteniendo el cigarro en la boca, fuertemente sujetado entre sus labios y sin dejar de mirar al frente. Con la mano derecha cogió lo primero que se encontró, se incorporó, lentamente, con una mueca que en última instancia podría haber sido el amago de una sonrisa, observó lo que tenía delante, trató de calmar su respiración, sopesó el objeto y lo lanzó tan fuerte como su brazo se lo permitió. 

Unos instantes más tarde sus oídos captaron el sonido de una alarma, pero su mente estaba ya en otra parte. La mueca se hizo más exagerada. 

Estaba mirando la ciudad sin mirarla, los ojos más allá del simple acero y vidrio. Sintió los mismos olores de todas las noches, atascados en su nariz, los mismos ruidos, incluso el mismo sabor amargo que se te instalaba en la boca. 

Otra calada, los sentidos nublados por otro instante, pero de nuevo un instante nada más. No era suficiente. 
Necesitaba más. 

La ciudad se estaba apoderando de ella. 

Bajo sus dedos sentía la textura del hierro oxidado de la escalera de incendios. La oxidada, fría y húmeda escalera. Mucho mejor que cualquier cosa que sus dolidos sentidos pudiesen captar. Con diferencia. 

La última calada. 

Sabía, sin mirar el cigarrillo, que era la última. Y por ello fue tan larga. Notaba el humo entrando en su cuerpo, rellenando hasta la última oquedad de su ser. Se regodeó en esa sensación. 
Cuando sus pulmones no pudieron expanderse más tomó la colilla entre dos dedos y, aguantando la respiración y con los ojos cerrados, extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo. 

Perdió la noción de cuanto tiempo estuvo así cuando, de repente, la colilla se resbaló de entre sus dedos, cayendo al vacío que se removía a sus pies. Una bocanada de humo salió de su boca, sintió el aire frío de la noche en la cara y se dio cuenta de que llegaría antes al suelo que la propia colilla. 

“Jódete Newton” 


Los ecos de una carcajada resonaron por las calles cercanas durante varios minutos.